Los santuarios de la Virgen son por lo general resultado de una aparición. La mayoría de ellos son de época tardomedieval y siempre se da el fenómeno de la aparición a una persona humilde del lugar, sobre cuyo testimonio y las pruebas aceptadas por la primera generación, se funda el edificio. Desde el siglo XVI prácticamente se suspenden los fenómenos dada la lucha sin cuartel que emprende la Iglesia contra herejes y los llamados alumbrados. El episodio de San Ignacio apresado y procesado en Salamanca por la Inquisición es buen prueba de este clima adverso contra todo lo que despunte como originado fuera de la disciplina eclesial. El tribunal inquisidor lo dejó libre a él y a sus compañeros, pero bajo dos premisas: primera no se escapó cuando lo hicieron el resto de presos comunes, lo que impresionó a los jueces y segunda le prohibieron enseñar por las calles "porque no era letrado", es decir no era clérigo con formación teológica. San Ignacio comprendió - o mejor, por este medio la providencia le dio a entender- que tenía que hacer dos cosas: hacerse sacerdote y tener mucha cultura teológica.
¿Son buenas, son malas las jerarquías, los inquisidores o modernamente quienes han de juzgar los hechos de apariciones cuando se oponen rotundamente? No es necesario responder con un sí o no. Incluso si los procedimientos eclesiásticos han sido probadamente dolosos. Incluso esto, en un orden providencial, es instrumental. Eso sí, cada cual tendrá que dar cuentas a Dios, pero desde este mundo no podemos anticipar de ningún modo el calibre de esas cuentas.
La iglesia eclesiástica no rehace sus juicios del pasado -tiene que ser algo excepcional que haya hecho daño a la imagen de la iglesia durante siglos, como el caso Galileo. Tampoco la religión de la sinagoga ha revisado su juicio a Jesús en dos mil años. Quizá no sea necesaria ninguna revisión. Incluso la rotunda oposición, por más dolo que contenga, tiene efectos bienhechores: construye martirialmente y criba a los que inevitablemente sobrevienen a aprovechar para sí una aparición.
Pero que ha habido dolo y prevaricación no debe ser olvidado. Una cuestión de trigo y cizaña, que por misterios del mal y del bien deben coexistir en lucha. En los casos de Ezquioga y Garabandal ha sido flagrante la prevaricación. Pero antes de dejar levantar en nuestro interior el resentemiento contra los protagonistas de la oposición y sus herederos en la política de ostracismo y oscurecimiento debe ponerse la atención en su valor como instrumentos martiriales. Ni más ni menos como hacían los santos. Muchos se oponían a San Juan Eudes, obispos y sacerdotes sobre todo, pero él los consideraba instrumentos bienhechores.
Los seguidores de apariciones suelen ser tachados de desobedientes y coléricos por los responsables en "el otro lado", pero tampoco hay que confiar mucho aquí en que Dios tenga un juicio al modo humano. El resentimiento y dolor de un alma no se pone sólo en el debe de ese alma, sino también en el que le ha hecho daño. Si yo fuera responsable eclesiástico o tan siquiera uno más de los que colaboran en el clima de cárcel de opinión eclesial no me quedaría tan tranquilo con esos juicios,pues la carga del resentimiento provocado se carga siempre sobre varios hombros.
Comoquiera que sea el balance de respuesta eclesial ante las apariciones en España en el siglo XX es desde el punto de visto humano desolador. La secuencia es similar en todos los casos: un primer momento de tanteo y análisis en la distancia por los responsables eclesiásticos, incluso no forman una comisión oficial porque eso mismo ya se considera como dar demasiada importancia a los hechos, también un tiempo de expectativa ilusoria de los devotos que creen que podrán influir de algún modo sobre la dirección eclesiástica y finalmente la sentencia de no evidencia de sobrenaturalidad, que no se sabe porqué la gente se la toma como evidencia de falsedad, pero la gente sí entiende que es la manera diplomática de decir que no hay placet.
En Ezkioga y Garabandal faltan los obispos en el momento de arranque de las apariciones. En el primer lugar porque el obispo está desterrado por el gobierno republicano, en el segundo lugar porque el obispo está en el recien iniciado Concilio Vaticano II. Quienes se enfrentan primariamente a los hechos son los vicarios, Justo Echeguren en el primer caso y Francisco Odriozola en el segundo. Los mandatarios suelen ser personas activas, diligentes, listas, con mucho sentido de cuerpo eclesial, y también con muchos méritos de ayuda a las personas; también tienen mucho carácter, sin él no serían elegidos. La carga mercurial puede hacerlos devastadores, más si creen en peligro lo establecido.Lo que rodea a las apariciones les parece sobrepasa lo permisible: se originan fuera de la iniciativa disciplinada, y peor todavía les es imposible aceptar la la dinámica aparicionista con sus videntes generalmente de muy poca clase les parece un descrédito y ellos "deben" proteger el crédito de la iglesia. Un poco tiempo de espera o de contradicción y seguro que caen los videntes y sus apoyos por sí mismos; hay casos en los que sobrevienen videntes nuevos a apariciones que sin ser falsos sus carismas acaban manipulándolos (casos de el Higuerón o El Palmar).
Los pobres mandatarios no entienden, como no entendía el sanedrín, que si la gente se congrega ante las apariciones no es porque vaya a quitárseles su poder (de hecho por respeto al celo habitual de los mandatarios parroquiales no hay apariciones dentro de las iglesias, es lo que les faltaba), como tampoco que Cristo extendiera sus brazos a la gente no era para hacerse rey y quitar a los que estaban, sino para consolar a los afligidos y olvidadizos de lo celestial en su dura materialidad). No consiguen atraer a las gentes a los actos de la iglesia, se lamentan de la frialdad de la gente y luego resulta que ante el hecho extraordinario se congragan miles, cientos de miles de personas. No pueden con ello. Fue el caso de la Virgen que lloraba sangre en 1982 en Córdoba. Les faltó tiempo para hacerla desaparecer. Para ellos las masas de gente que querían entrar a la iglesia eran sólo un motín público, incontrolable. Quisieran ser "ellos" quienes atrajesen, y no lo son.
El camino por el desierto eclesial es seguro para los devotos de apariciones, mucho más para los videntes; deben hacer frente a la aparente evidencia de que están fuera de la iglesia. Sobrellevan pues una cruz grande. Como Santa Teresa, ¿porqué creen que dijo feliz al momento de morir: "al fin muero hija de la Igesia?", no porque tuviera falaces tentaciones internas o desesperanzas, sino porque eso, que no estaba en la iglesia, es lo que le hacían sentir sus muchos contrarios -mayoritariamente sujetos de la disciplina eclesiástica convencional- durante toda su vida.
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