De la Cuarta carta de San Antonio Abad:
Sí, hijos, los demonios no dejan de manifestar su
envidia hacia nosotros: designios malos, persecuciones solapadas,
sutilezas malévolas, acciones depravadas; nos sugieren pensamientos de
blasfemia; siembran infidelidades cotidianas en nuestros corazones;
compartimos la ceguera de su propio corazón, sus ansiedades; hay además
los desánimos cotidianos del nuestro, irritabilidad por todo,
maldiciéndonos unos a otros, justificando nuestras propias acciones y
condenando las de los demás. Son ellos quienes siembran estos
pensamientos en nuestro corazón. Ellos quienes, cuando estamos solos nos
inclinan a juzgar al prójimo, incluso si está lejos. Ellos quienes
introducen en nuestro corazón el desprecio, hijo del orgullo. Ellos
quienes nos comunican esa dureza de corazón, ese desprecio mutuo, ese
desabrimiento recíproco, la frialdad en la palabra, las quejas
perpetuas, la constante inclinación a acusar a los demás y nunca a sí
mismo. Decimos: es el prójimo la causa de nuestras penas; y, bajo
apariencias sencillas, lo denigramos cuando sólo en nosotros, en nuestra
casa, es donde se encuentra el ladrón. De ahí las disputas y divisiones
entre nosotros, las riñas sin más objeto que hacer prevalecer nuestra
opinión y darnos públicamente la razón. Son también ellos quienes nos
hacen solícitos para llevar a cabo un esfuerzo que nos supera y, antes
de tiempo, nos quitan las ganas de lo que nos convendría y nos sería muy
provechoso.
Así nos hacen reír a la hora de llorar, y
llorar en el momento de reír. En resumen: buscan obstinadamente
desviarnos del recto camino utilizando otros muchos engaños para
dominarnos. Pero esto basta de momento. Cuando nuestro corazón está
saturado de cuanto acabo de decir y de ello hacemos nuestro pasto y
subsistencia, Dios, tras larga indulgencia para con nuestra perversidad,
vendrá por fin a visitarnos. Nos arrebatará el peso de este cuerpo.
Para vergüenza nuestra, el mal que hasta este momento hayamos hecho se
revelaren nuestro cuerpo, entregado al tormento, pero que un día
revestiremos de nuevo por la bondad de Dios. Así nuestra situación final
ser peor que la primera (Lc. 11,26). No ceséis, pues, de implorar la
bondad del Padre para que su ayuda nos acompañe y nos muestre el mejor
camino.
Con toda verdad os digo, hijos míos, la
envoltura de nuestra morada presente es perdición para nosotros, casa
donde reina la guerra. En verdad os digo, hijos míos, quien se haya
deleitado en sus propios deseos y sometido a sus propios pensamientos,
quien haya acogido de todo corazón esta semilla y buscado en ella su
gozo, puesta en ella la esperanza de su corazón como si fuera un
misterio grande y excelente, y se haya servido para justificar una vez
más su conducta, su alma, como el aire estar habitada por los espíritus
del mal. Le ser consejera funesta y hará de su cuerpo la copa de sus
secretas abyecciones. Sobre este hombre tienen los demonios pleno poder,
porque no ha querido poner a plena luz su ignominia.
¿Ignoraréis la variedad de sus trampas? Si no
es así, ¡qué fácil es conocerlas y preservaros de ellas! Pero por más
que mires no podrás percibir materialmente el pecado, la iniquidad que
maquinan contra ti, pues ellos mismos no son visibles materialmente.
Comprendedlo bien: nosotros les servimos de cuerpo cuando nuestra alma
acoge su malicia. En efecto, por ese cuerpo, que es nuestro, es por
donde el alma introduce en sí a los demonios.
Así pues, hijos, cuidémonos de dejarlos
pasar. De otro modo la cólera divina pesar sobre nosotros y vendrán a su
nueva casa para reírse de nosotros, seguros de la eminencia de nuestra
pérdida. No despreciéis mis palabras porque los demonios saben que
nuestra vida depende de estos intercambios entre nosotros. Pues, ¿quién
ha visto alguna vez a Dios? ¿quién ha encontrado en Él el gozo? ¿quién
lo ha retenido junto a sí a fin de que le ayude en su peligrosa
condición? Y, ¿quién ha visto jamás al diablo hacernos guerra, alejarnos
del bien, atacarnos, estar físicamente aquí o allí, lo cual nos
permitiría temerle y escapar de él? Es que se mantienen ocultos a
nuestros ojos. Son nuestras acciones las que manifiestan su presencia.
Porque todos, en cuanto existen forman una
sola y única naturaleza espiritual: por haberse separado de Dios han
visto aparecer entre sí tales diferencias como consecuencia de sus
distintas actividades. Por la misma razón les han sido dados tantos
nombres distintos, según su particular actividad. Así unos han sido
llamados arcángeles, otros tronos o dominaciones, principados,
potestades, querubines. Les fueron atribuidos estos nombres por su
docilidad a la voluntad de su Creador.
En cuanto a los otros, por su mal
comportamiento se les llamó mentirosos, Satán, así como otros demonios
fueron llamados espíritus malos e impuros, espíritu de error, príncipes
de este mundo y otras numerosas especies que hay entre ellos.
También entre los hombres que les resistieron
a despecho del duro peso de este cuerpo, algunos recibieron el nombre
de patriarcas, otros de profetas, de reyes, sacerdotes, jueces,
apóstoles, y tantos otros nombres escogidos semejantes a estos, según su
comportamiento santo. Estos diversos nombres les fueron atribuidos sin
distinción de hombre o mujer, según la diversa naturaleza de sus obras:
porque todos tienen el mismo origen.
Quien peca contra el prójimo, peca contra sí
mismo; quien lo engaña, se engaña; y quien le hace bien, se lo hace a sí
mismo. Por el contrario, ¿quién engañara Dios? ¿quién le dañar ? ¿o
quién le prestar un servicio? O incluso ¿quién le dar una bendición que
juzgue necesaria? ¿Quién podrá jamás glorificar al Altísimo según su
dignidad, exaltarlo según su medida?
Vestidos aún con el peso de este cuerpo
despertemos a Dios en nosotros mismos respondiendo a su llamada,
entreguémonos a la muerte para la salvación de nuestra alma y de todos.
Así manifestaremos el origen de la misericordia de que somos objeto. No
nos dejemos llevar del egoísmo si no queremos participar de la caída del
demonio.
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