Al ver cómo el Dicasterio dirigido por el cardenal Tucho Fernández recurría a Ratzinger, gran teólogo y Papa para justificar su nota contra la corredención mariana, muchos han sentido una sospecha inicial dirigida, curiosamente, hacia el propio Ratzinger. El razonamiento instintivo era comprensible: si lo citan así, y lo citan ahora, quizá él mismo estaba en esta línea y simplemente no lo vimos. Pero basta detenerse un momento para advertir que no es él el que habla, sino un uso interesado de fragmentos suyos —fuera de su contexto de calificación interna y de época— para sostener una tesis que responde sobre todo al clima intelectual del pontificado actual.
Lo paradójico es que con un solo movimiento se golpea en dos direcciones. Por un lado, se desautoriza toda una línea tradicional sobre la corredención —que jamás fue doctrinalmente problemática si se explicaba bien— amparándose en precauciones propias de la teología de los años cincuenta, totalmente desajustadas del momento presente. Y por otro, se lanza una interpretación reductiva de Ratzinger que, si se aceptara tal cual, terminaría dejándolo como el responsable de una especie de “parálisis mariana”, algo que no corresponde ni a su trayectoria ni a su pensamiento real.
Hay un trasfondo irónico difícil de pasar por alto: quienes más combatieron a Ratzinger cuando era prefecto y luego papa —tanto por su defensa del dogma como por su comprensión del lugar de María en el conjunto del misterio cristiano— se sirven ahora de él como si fuera una autoridad segura, justamente para respaldar una postura que nunca fue suya. Se apropian de su nombre porque da peso, pero lo vacían de su sentido. Así consiguen presentar su propia cautela como continuidad con un autor al que durante décadas habían rechazado. Y en ese juego, la primera víctima no es Ratzinger, sino la propia figura de María, que queda envuelta en una prudencia forzada y ajena a lo que hoy necesita la Iglesia.
El contexto mariológico antes del Concilio
La tensión entre la cautela mariana que caracterizó a la teología de mediados del siglo XX y el minimalismo mariano promovido hoy desde algunos sectores reformistas es uno de los fenómenos más paradójicos del catolicismo contemporáneo. Para entenderlo, es necesario distinguir el contexto histórico original de aquella prudencia —cuando Ratzinger y otros teólogos jóvenes querían integrar la mariología en la eclesiología para evitar distorsiones conceptuales— del modo en que esa misma prudencia está siendo utilizada hoy como argumento casi obligatorio para enfriar la presencia de María en la vida de la Iglesia.
En el primer caso, la cautela era fruto de un momento teológico muy concreto. A finales de los años cincuenta, la mariología sufría un desgaste académico igual que las otras disciplinas teológicas: se encontraba expuesta a un escolasticismo tardío que la conceptualizaba de manera excesiva, al tiempo que convivía con un maximalismo devocional que tendía a proponer títulos nuevos o a elaborar paralelos demasiado rígidos entre Cristo y María. Pero el catolicismo llevaba ya siglos de reflexión sólida y estable sobre María, y no había riesgo real de una desviación doctrinal dramática—, era sí un área algo sobrecargada, que pedía un ordenamiento interno más armónico. Por eso Ratzinger, como tantos otros, insistía en integrar a María en el misterio de Cristo y de la Iglesia y evitar que la mariología se convirtiera en un tratado autónomo, aislado de las demás dimensiones del dogma. Fue, en realidad, un ajuste de enfoque: un modo de ordenar mejor el discurso mariano, no una maniobra para frenar la devoción ni para conjurar un peligro inminente.
Ese gesto, sin embargo, debe leerse en relación al clima teológico de su tiempo, no como una postura generalizable a cualquier época. Las opciones de Ratzinger responden a un tiempo en el que el ecumenismo empezaba a tomar forma y, al mismo tiempo, muchos teólogos querían distanciarse de la escolástica tardía, mientras en otros ambientes se presionaba para definir más dogmas de manera quizá apresurada. Nada de ello es trasladable al siglo XXI. La Iglesia actual atraviesa un desgaste profundo, la práctica religiosa ha caído de manera radical en muchos países, y la vida teológica carece de símbolos fuertes que sostengan la experiencia de fe. En este escenario, la devoción mariana no representa ningún riesgo estructural; más bien es uno de los pocos espacios donde el pueblo cristiano encuentra una espiritualidad viva, afectiva y fiel al Evangelio.
Por eso sorprende que en algunos ámbitos del actual pontificado se recurra a la figura de Ratzinger para justificar un minimismo mariano que él mismo nunca promovió. La reciente nota del Dicasterio sobre la corredención es un ejemplo evidente: se cita la prudencia ratzingeriana como si fuera un criterio universal y permanente, aplicable sin matices a todos los tiempos y lugares. El problema no es el contenido en sí —que es, de hecho, moderado y teológicamente defendible aunque peligroso en malas manos—, sino el modo en que se ha presentado, casi como si la Iglesia tuviera que desconfiar de cualquier desarrollo mariano más profundo. El gesto deja una impresión clara: en vez de animar la vida espiritual, introduce una nota de reserva y transmite más cautela institucional que aliento a la devoción.
El uso que se hace de Ratzinger en estos discursos es, además, históricamente inexacto. Ratzinger nunca fue un minimalista, fue un teólogo profundamente mariano, devoto de la figura bíblica de María como “la creyente perfecta”, admirador del pensamiento de Juan Pablo II en Redemptoris Mater, y alguien que veía en la figura de la Madre de Dios un punto de anclaje espiritual para la Iglesia. Su teología no proponía reducir la mariología, sino encajarla mejor dentro del conjunto del dogma. Él habría rechazado tanto el maximalismo emocional sin base doctrinal como el minimalismo que diluye la singularidad de María hasta convertirla en un personaje simbólico sin densidad teológica. Nada en su obra autoriza la sospecha o la prevención que algunos intentan justificar en su nombre.
El contraste entre el contexto de entonces y el de hoy es crucial. La cautela de los años cincuenta respondía a un ambiente saturado de propuestas y a la necesidad de reconducir una disciplina que se había vuelto demasiado sistemática y defensiva. La cautela actual se sitúa en una Iglesia en la que la mariología ha perdido impulso y corre más riesgo de diluirse que de exagerarse; y en la que el ecumenismo ya no permite hacer más cesiones de transacción de un capital que en una época era abundante, cuando la identidad católica está debilitada en su conjunto y llena de prácticas semiprotestantes de todo orden.
He aquí la ironía: la afirmación mariana excesiva nunca fue el problema de la Iglesia en el posconcilio; lo fueron otras corrientes. Pero ahora, en un momento en que la Iglesia necesitaría recuperar símbolos fuertes para reconstruirse, algunos utilizan la prudencia antigua de los grandes teólogos —Ratzinger entre ellos— para reforzar un clima de sospecha hacia la Virgen. Lo que antaño era una operación de equilibrio teológico, se ha convertido hoy en un minimalismo pastoral que no responde ni a la realidad espiritual de los fieles ni a las necesidades profundas de la Iglesia.
María no es un riesgo para la vida eclesial de 2025, es uno de sus pocos refugios. Y recurrir a la cautela propia de otro tiempo para justificar su marginación hoy no es tanto un problema doctrinal cuanto un desacierto histórico y pastoral.
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