El catolicismo durante el último siglo ha estado volcado en la acción social, en el plano de los miembros dirigentes. Ya a fines del siglo XIX el Papa Leon XIII lanza el programa de la mayor presencia en la vida pública de los católicos, de modo que formen un bloque efectivo capaz de confrontar el seismo del socialismo beligerante contra la fe y la iglesia que iba arrasando y controlando las sociedades. En los países católicos, Roma insta la formación de élites capaces de organización política para disputar las urnas a los partidos impíos rampantes. Así surge por ejemplo la Acción católica que daría lugar a un partido de masas en España, durante la república, que hizo lo que pudo en el marco de la democracia formal.
La espiritualidad que se enseñaba a católicos que tenían que ser ante todo activistas como lo eran sus enemigos, era de base jesuítica, con un impacto inicial proveniente de la práctica de los ejercicios espirituales y luego de un plan de vida, cuyo eje era el apostolado o captación de nuevos militantes. Por eso cuando después las corrientes del Vaticano II destacaban tanto el valor de los laicos, aquellos viejos militantes entendían que ellos habían sido premonitorios, aunque en realidad no se trataba de aquella manera de ser laicos en el sentido de formar milicia de confrontación visible.
En aquella formación que se les daba, partiendo de los ejercicios de san ignacio y luego con un plan de vida necesario basado en lectura, meditación, sacramentos y rosario, sin embargo, la mística de la intervención visible y directa del Cielo a través de personas específicas, no encuadradas, ni significativas en una estructura eclesial, no tenía relevancia alguna, más que como antiguos casos ejemplares, casos de santos del pasado. Se aceptan eso sí Fátima y Lourdes, pero de ningún modo nuevos eventos. Pesaba mucho la espiritualidad sobrepreventiva forjada desde la Inquisición, que si bien ya no existía, sí quedaba su impronta espiritual. La percepción de nuevos místicos estaba forjada desde la mirada de los antiguos inquisidores e incluso las grandes órdenes religiosas, con fundadores perseguidos por la inquisición como jesuitas y carmelitas, tenían ya todo un sistema preventivo que aceptaba hechos místicos en los santos fundadores o en santos posteriores, pero ninguna capacidad de aceptación de visionarios en cuanto posibles profetas de la hora presente.
Y los profetas se envían también para cada hora presente por Dios, y como casi siempre no los extrae de una estructura eclesial. En consecuencia se cerraron de lleno a cualquier voz profética, para la cual sólo tenían el sistema preventivo. De este modo sólo escuchaban a los de dentro, presuponiéndoles gratuitamente ese valor profético.
El mismo mal ya existía en el siglo XIX, solo que se había prorrogado durante el siglo XX y las órdenes y sacerdotes comunes no tenían deseo alguno de atender y menos seguir las instrucciones de Dios por vía extraordinaria. Sólo le aceptaban la ordinaria. Dado que un vidente podía ser un falsario, lo mejor era descartarlo desde los mismos inicios, item más si era como lo suelen ser, personas toscas, sin formación, y con mensajes percibidos por el juicio académico como simplistas.
Sin aceptar a los profetas, que podían marcar el rumbo querido por Dios, la iniciativa humana corrió galopante, eso sí mezclada con las buenas enseñanzas de los ejercicios espirituales y el plan de vida; pero ésto no era suficiente para evitar la infiltración demoníaca, que es abundante cuando no se sigue el guión de Dios, para escarmiento de los católicos sólo observantes.Una contradicción era patente, no se hacía caso de los humildes videntes pero se tenían todos los miramientos para los benefactores económicos, incluso si eran entrometidos.
Si se rechaza a los profetas, por muchas buenas ideas que se inculquen, el destino va a ir torcido y a no tardar mucho se apreciarán sus consecuencias, como algunas catastróficas derivas de vidas y estructuras de iglesia, tan colosales en los últimos tiempos.
Sin dirección divina se dedicaron a dar prioridad a los frutos materiales, precisamente por ser materiales; pero Dios tiene un abanico de bienes mucho más amplio, y al no escucharle por los profetas nuevos adaptados a cada época, dan esa primacía a los frutos visibles y a los métodos seguidos en función de su comprensibilidad para nuestra baja razón. Por eso el espíritu de sacrificio, la inmolación ha sido tan relevante, por encima de la prioridad del querer divino. Lógico, pues además se había forjado un catolicismo para la lucha social, que exige el sacrificio e inmolación. Lógico también que ese camino en principio bueno de la lucha social contra las obras de los impíos, al final haya regido mucha teología y acción, conocida como liberacionista, y ahora amenace con erigir una iglesia de redención humana. Ya sabemos qué se hizo de tantas organizaciones de acción católica que se convirtieron en vanguardias de nuevos sistemas, de democracia cristiana, generalmente camuflada por vergonzante, o bien de totalitarismo.
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