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Urs Von Baltasar y Adrienne Von Speyr: el teólogo y la mística

Hans Urs von Balthasar (1905–1988), teólogo suizo, fue una de las figuras más influyentes —y más enigmáticas— del pensamiento católico del siglo XX. Formado en la tradición jesuítica, con una vasta cultura literaria, patrística y filosófica, abandonó la Compañía de Jesús por fidelidad a una inspiración mística vinculada a Adrienne von Speyr, cuya dirección espiritual asumió y cuya producción visionaria él mismo transcribió y editó.

Autor de una extensísima obra teológica, especialmente la trilogía compuesta por su Estética teológica (La gloria del Señor), Dramática y Lógica, Balthasar desarrolló una teología marcada por la forma, la belleza y el símbolo, en oposición al método escolástico tradicional. Cercano a figuras como Henri de Lubac y Joseph Ratzinger, cofundador de la revista Communio, su pensamiento fue aclamado por los últimos pontífices, e incluso fue creado cardenal por Juan Pablo II, aunque murió antes de recibir la birreta.

Aunque se mantuvo formalmente dentro de los límites de la ortodoxia, su influencia mística, su estilo literario denso y su tendencia a desplazar las categorías doctrinales hacia el lenguaje estético y dramatúrgico han suscitado un debate creciente sobre la ambigüedad de su legado teológico. Para algunos, es el gran renovador espiritual del siglo XX; para otros, el portador sutil de un desplazamiento doctrinal sin perder nunca el perfil dominante.

 


El triunfo intangible de Hans Urs von Balthasar: una estética que suspende la condenación

Su obra, vasta en extensión y profundidad, reúne un grado de erudición excepcional: integra filosofía continental, literatura, patrística, mística, exégesis bíblica, estética teológica y una visión dramatúrgica de la Redención. Su lenguaje, cargado de simbolismo y referencias cruzadas, ha fascinado a generaciones enteras de pensadores y jerarquías eclesiásticas. Pero precisamente ese esplendor, ese genio cultural indiscutible, ha generado un efecto curioso: ha vuelto su pensamiento —y especialmente sus postulaciones escatológicas— prácticamente intocable, incluso cuando roza zonas doctrinales sensibles. El fenómeno Balthasar no ha significado tanto una reforma como una consagración cultural: su figura ha sido colocada en una altura donde la crítica ya no se atreve a entrar, por miedo a parecer oscura, inculta o retrógrada.

Uno de los elementos más problemáticos de su legado es, sin duda, su posición sobre la posibilidad del infierno vacío. En su famoso texto Was dürfen wir hoffen? (“¿Qué podemos esperar?”), Balthasar introduce una hipótesis que ha cambiado, de hecho, el modo en que muchos católicos hoy conciben la condenación eterna: no afirma que todos se salven, pero plantea que podemos —y quizás debemos— esperar que así sea, en estricto ejercicio de esperanza. No lo propone como doctrina, ni siquiera como tesis teológica sistemática, sino como una “esperanza” legítima, fundada en la sobreabundancia de la misericordia divina.

Esa estrategia discursiva ha sido magistral. Balthasar no niega el dogma del infierno, no ataca el magisterio y no niega la posibilidad de la condenación. Lo que hace es algo más sutil y por ello más eficaz: suspende el dogma en un paréntesis retórico, sugiriendo que, si no sabemos de ningún condenado concreto, que si el juicio de Dios es insondable y si la misericordia supera todo lo que podemos imaginar… entonces quizá el infierno esté, en efecto, vacío. Es una formulación que no compromete teológicamente, pero que reconfigura radicalmente la percepción de la escatología. Ya no se predica la condenación como una posibilidad real, sino como un límite teórico que no tiene por qué cumplirse.

Este modo de presentar la salvación como “esperanza para todos” ha tenido consecuencias enormes en la predicación, la catequesis y la teología práctica. En la mayoría de parroquias, desde hace décadas, el infierno ha dejado de anunciarse, el pecado mortal ya no se menciona en serio, y la conversión personal se reduce a un llamado a “mejorar”, no a evitar la perdición. Las misas funerales y el juicio final se transforma en una celebración de la misericordia, sin sombra de justicia. Balthasar no impuso este cambio, pero ofreció el marco intelectual, bello y autorizado, para que se produjera sin resistencia ni escándalo.

Y es que Balthasar no era un pensador marginal. Fue estrecho colaborador de figuras clave como Henri de Lubac y Joseph Ratzinger; recibió la admiración personal de Pablo VI y Juan Pablo II; fue nombrado cardenal por este último, aunque murió antes de ser creado formalmente. Publicó bajo su propia editorial decenas de volúmenes, no solo de su autoría, sino también de Adrienne von Speyr, la vidente suiza cuya experiencia mística influyó profundamente en su teología. Todo ello convirtió su figura en un monumento institucional, un emblema del catolicismo culto, una referencia casi totémica. Criticarlo se volvió impensable.

Y sin embargo, ahí está la grieta: una esperanza de salvación universal que, sin afirmarse doctrinalmente, mina desde dentro la enseñanza tradicional. Porque si todos pueden salvarse, y no hay motivos para pensar que alguien no sea salvo, entonces el infierno —aunque no negado literalmente— deja de operar como elemento pedagógico, moral, espiritual, se vuelve una abstracción. Y con él, desaparece la urgencia de la conversión, el peso del pecado, la realidad del juicio. El Evangelio se convierte en un consuelo sin alarma, en una misericordia sin libertad.

La crítica, cuando se da, es tímida, marginal, casi clandestina. Se hace sotto voce, en artículos académicos discretos, en seminarios de tradición más fuerte, o en círculos donde aún se estudia la doctrina con rigor. Pero no ha habido —ni parece que habrá— una revisión oficial, una corrección magisterial, un acto claro de delimitación. Porque ir contra Balthasar sería ir contra un símbolo vivo del catolicismo posconciliar, contra un sistema que ha sido adoptado como signo de apertura, cultura y conciliación ecuménica.

 Un caramelo exquisito, ofrecido en un palacio espléndido… pero que tal vez, en su centro, contiene una sustancia que paraliza lentamente la conciencia del pecado, la urgencia de la gracia y la seriedad del destino eterno.

 

Arrasad los bastiones

Hans Urs von Balthasar es fruto de la evolución del modernismo, no en el sentido estricto de la Pascendi Dominici Gregis (1907) —la encíclica que condenó las tesis modernistas de inmanentismo, relativismo y disolución dogmática—, sino en una forma sofisticada, cultural, de apertura a la modernidad bajo el signo de la belleza, la experiencia y la reconciliación entre fe y mundo.

Tesis inicial: una sensibilidad anti-escolástica

Desde su juventud, Balthasar se mostró críticamente distante de la escolástica como paradigma teológico. Su tesis doctoral (1930) sobre la escatología en San Gregorio de Nisa ya revela esta tensión: busca un pensamiento más simbólico, narrativo, patrístico y menos sistemático. Aunque respetuoso del dogma, su problema con la escolástica no era tanto doctrinal como existencial y estético: le parecía árida, exterior, incapaz de hablar al hombre moderno.

Esta postura se volverá más explícita en obras como “Cordula oder der Ernstfall” (1947), donde denuncia la mediocridad de una Iglesia que ha perdido su capacidad de fascinar. Su antipatía se dirige no solo a ciertas teologías neoescolásticas de manual, sino al tono institucional y defensivo que ve en la Iglesia. Su propuesta: una teología que recupere la forma, la gloria, la sorpresa de lo divino como epifanía, no como sistema.

Este giro de sensibilidad, aunque legítimo en sí, lo aproxima ya a un tipo de modernismo no herético, pero sí estructural: desplaza el centro de gravedad desde el contenido al modo de percibirlo.

“Abbruch der Bastionen”: arrasar los bastiones… de la Iglesia

En esta obra de 1952, Balthasar lanza un manifiesto contra el aislamiento eclesiástico frente al mundo moderno. Propone una Iglesia sin trincheras, abierta, vulnerable incluso, pero por ello más verdadera. El gesto es radical: los bastiones que defiende la teología defensiva deben ser derribados, no por odio, sino por una confianza en la verdad que no teme dialogar.

Es un punto de inflexión: aunque no niega el contenido dogmático, propone cambiar la actitud frente al mundo contemporáneo: dejar de ver la modernidad como enemiga a batir, y empezar a verla como terreno de redención estética, dramática y espiritual.

Pero esta actitud entraña riesgos: si todo puede integrarse, si la Iglesia puede adoptar el lenguaje del mundo para iluminarlo desde dentro, ¿cómo discernir lo que del mundo debe quedar fuera? La apertura se convierte en estrategia, y la frontera entre lo católico y lo anticatólico se vuelve borrosa. Es el tipo de evolución “modernista” que ya no niega el dogma, sino que lo reinterpreta desde nuevas formas de experiencia y representación.

La Nouvelle Théologie: raíces compartidas

Balthasar fue cercano a figuras clave de la Nouvelle Théologie: Henri de Lubac, Jean Daniélou, Yves Congar. Aunque no era francés como ellos, compartía su impulso: volver a las fuentes (Scriptura et Patres), restaurar la unidad entre teología y espiritualidad, superar el neoescolasticismo como lenguaje eclesial dominante.

Esta escuela fue duramente criticada en los años 40 y 50, precisamente por sospechas de modernismo. El documento Humani Generis (1950) del Papa Pío XII no los nombra, pero los alude. Sin embargo, tras el Concilio Vaticano II, estas figuras fueron rehabilitadas.

Balthasar nunca fue plenamente “conciliar” —de hecho, fue marginal en las comisiones oficiales—, pero él mismo era su precedente en una renovación teológica y pastoral desde dentro, no rompedora pero sí transgresora de lo establecido. 

El diálogo con Barth: una atracción peligrosa

La relación intelectual y espiritual de Balthasar con Karl Barth, teólogo y pastor suizo es crucial. Balthasar tradujo y estudió profundamente a este gran teólogo calvinista. En Barth encontró una pasión por la Palabra, una cristocentricidad radical, y una forma narrativa de hacer teología, que contrastaba con el aparato escolástico católico.

Que Balthasar no solo leyera, sino tomara categorías barthianas y las integrara en su sistema —como la “dramatización de la Revelación”, la analogía de fe centrada en el acontecimiento, o incluso la forma trinitaria del “evento”—, muestra una voluntad de asimilación que no siempre fue bien discernida. El resultado no fue herejía, pero sí una hibridación formal que desdibujó las distancias entre ortodoxia y su contrario.

Estética como redención de la modernidad

La estética en Balthasar no es una superficie bella, sino una categoría estructural. La gloria de Dios se revela como forma. Lo bello conduce a lo verdadero. Pero al plantear esto, lo estético se convierte en mediador necesario de la verdad. Esto no es del todo nuevo —hay ecos de san Buenaventura, de los Padres griegos—, pero en Balthasar adquiere una autonomía que puede rozar el riesgo: la forma bella puede sostener proposiciones ambiguas, o incluso heréticas, si formalmente resultan coherentes o sublimes.

Su escatología estética, por ejemplo, disuelve la idea de condenación efectiva en el drama de la esperanza, no por negación explícita, sino por forma narrativa: Cristo entra al infierno, lo ilumina, y ese gesto es “tan bello” que la salvación universal aparece como posible, deseable… y casi inevitable.

Este movimiento, profundamente estético, está en línea con lo que el modernismo clásico buscaba —reinterpretar la doctrina desde la experiencia vivida—, pero con una envoltura literaria, patrística y simbólica que la hace menos detectable y más aceptable.

La revolución que decepcionó

Balthasar no fue progresista en el sentido político ni eclesial del término. De hecho, el resultado del Concilio Vaticano II no lo dejó satisfecho. Como De Lubac, percibió una disociación entre la renovación profunda del pensamiento cristiano y el desorden pastoral y doctrinal que siguió. No le gustó la secularización acelerada, el abandono del lenguaje dogmático, la confusión litúrgica. Pero tampoco quería volver al Trento de los manuales.

Su proyecto se convirtió en una “tercera vía”: ni restauración neoescolástica ni ruptura modernista, sino una gran síntesis entre revelación, forma, cultura, y drama. Pero esa tercera vía, por su misma ambición, resultó técnicamente inabarcable y espiritualmente ambigua. Hoy es leída como “conservadora” por los progresistas, y como “sospechosa” por los tradicionalistas. Y sin embargo, es una evolución modernista por otras vías: más fina, más culta, pero igualmente incluyente.

Un modernismo estético bajo forma ortodoxa

Hans Urs von Balthasar representa una forma evolucionada del modernismo, no por negar el dogma, sino por trasladar su centro de gravedad a la forma, al drama, a la experiencia estética de la verdad. Su hostilidad hacia la escolástica, su afinidad con Barth, su cercanía a la nouvelle théologie, y su desconfianza hacia la rigidez dogmática lo sitúan en una corriente de pensamiento que no destruye la ortodoxia, pero sí la reconfigura a través de nuevas mediaciones culturales y simbólicas.

No fue hereje, ni un modernista condenado. Pero recibió con brazos abiertos los dilemas del modernismo y los transformó en belleza teológica. Lo que antes fue negación, él lo convirtió en posibilidad. Lo que antes fue ruptura, lo presentó como drama. Lo que antes era sospecha, él lo vistió de gloria. Y por eso, aún hoy, sigue siendo tan fascinante como inquietante.

 

La sombra calvinista en la teología mística de su dirigida Adrienne von Speyr: entre el canal místico y la evasión del juicio

La relación entre Hans Urs von Balthasar y Adrienne von Speyr representa uno de los episodios más insólitos e influyentes de la teología católica contemporánea. No se trata simplemente de un teólogo que recoge e interpreta la experiencia de una mística. Lo que se produjo fue una simbiosis teológica y espiritual, tan estrecha y absorbente, que transformó visiones privadas en una arquitectura doctrinal de vastas consecuencias, sobre todo en lo que concierne al juicio escatológico, la libertad humana y la posibilidad efectiva del infierno.

Balthasar no fue un simple acompañante espiritual. Se convirtió en transcriptor, editor, difusor y, en muchos sentidos, servidor del fenómeno von Speyr. Él mismo describe cómo registraba sus palabras en estado místico, cómo organizaba su contenido, y cómo construyó a partir de ello buena parte de su sistema teológico. El nivel de confianza y dependencia que establece con ella roza lo oracular. Adrienne no fue para Balthasar una fuente entre muchas, sino “la misión” que debía realizar, aun a costa de su pertenencia a la Compañía de Jesús y de su consagración total al proyecto editorial y teológico que compartirían.

Esta relación, sin embargo, plantea problemas graves de discernimiento. El método utilizado para recoger y publicar los contenidos místicos se asemeja, por su forma, al fenómeno del channelling moderno: una experiencia carismática se convierte en canal de revelación espiritual, sin los filtros habituales del discernimiento eclesial. No consta que las visiones de Speyr fueran examinadas canónicamente por ninguna instancia competente de la Iglesia. Balthasar, por su parte, jamás las sometió al escrutinio crítico de la tradición, sino que las integró con veneración en su obra como un manantial de inspiración que, según él, iluminaba la Revelación desde dentro.

En este contexto se vuelve inevitable interrogar el origen y el contenido doctrinal de dichas visiones. Adrienne von Speyr, nacida en un ambiente reformado calvinista estricto, nunca ocultó su pasado espiritual ni su transformación radical al entrar en la Iglesia católica. Sin embargo, su obra y sus visiones no muestran una asimilación estable y madura del punto de equilibrio católico sobre el destino eterno del alma. Más bien parece que su alma —hondamente marcada por el trauma calvinista de la predestinación negativa— oscila desde el polo de la condenación inevitable al de la salvación universal imposible de rechazar. Es como si la antigua idea de un Dios que predestina a algunos a la perdición sin remedio se hubiera invertido, en su nueva teología mística, en un Dios cuyo amor abarca incluso a los condenados, sin que estos puedan evitar su rescate final.

Aquí emerge la paradoja más inquietante: el intento por superar el calvinismo terminó en una inversión especular que conserva, bajo otro lenguaje, el mismo problema de fondo. En vez de un Dios que condena volens nolens (quiera o no quiera la criatura), ahora aparece un Dios que salva nolens volens (quiera o no quiera la criatura). De este modo, la posibilidad real de la condenación eterna —sostenida por la tradición católica como efecto libre del rechazo definitivo a Dios— queda desplazada en favor de una esperanza tan poderosa que, en la práctica, suspende la doctrina escatológica de la Iglesia.

El punto medio católico, que sostiene que el infierno es real, y que se accede a él desde una libertad contraria plenamente a Dios, se pierde en esta visión dramatizada de la misericordia. El Cristo de Adrienne desciende no solo al “limbo de los justos” del Antiguo Testamento, sino al infierno mismo, y su presencia allí parece tener un efecto de redención incluso sobre los condenados. Balthasar, que asume esa visión como base de su teología del Sábado Santo, evita formular afirmaciones dogmáticas, pero deja entrever, con reiterada insistencia, que el infierno existe como posibilidad, pero que no se puede decir que haya nadie en él. Y si no se puede decir, ¿no se sugiere con eso que probablemente esté vacío?

Esta “suspensión del juicio” sobre la condenación efectiva tiene un impacto inmediato sobre la espiritualidad, la predicación y la vida moral. Si la condenación no es un peligro concreto y si la misericordia de Cristo alcanza hasta lo más profundo del rechazo humano, entonces la urgencia de la conversión se diluye, y con ella la seriedad del pecado y la necesidad de la gracia. Lo que debería ser una advertencia se convierte en una contemplación. El juicio deja de ser un acto de libertad dramática, y se vuelve un episodio simbólico en el gran teatro de la redención universal.

Todo esto ocurre en una estructura marcada por un desequilibrio originario: una mística de frágil salud, sin formación teológica sistemática, profundamente marcada por su trasfondo reformado; y un teólogo brillante, sensible, culto, que la eleva como fuente teológica sin haberla filtrado con las herramientas clásicas del discernimiento eclesial. La simbiosis entre ambos da lugar a una teología que deslumbra, pero que también altera sibilinamente partes esenciales del depósito de la fe. No por negación, sino por omisión, no por herejía, sino por saturación estética.

En conclusión, la teología mistagógica de von Speyr, recogida y difundida por Balthasar, representa una inversión del problema calvinista, no su solución. Frente a la angustia de la predestinación negativa, ofrece la fascinación de una misericordia que lo abarca todo, incluso lo que libremente ha rechazado a Dios. Pero esa solución aparente deja atrás el equilibrio católico: la libertad de la criatura se ve absorbida por el drama de la redención, y el infierno se convierte en una amenaza sin cumplimiento. El canal místico se transforma en canal de ambigüedad, y la belleza de la visión no logra esconder del todo que la doctrina de la libertad responsable ha sido, en el fondo, desplazada por una esperanza irresistible. Lo que se presentó como antídoto frente al rigorismo protestante puede terminar siendo una sofisticada dilución del Evangelio en una misericordia sin juicio, sin justicia, sin elección trágica. Y en eso consiste el verdadero problema.

 

La mística instrumental: Adrienne von Speyr como legitimación carismática de la teología de Balthasar

Un punto neurálgico del fenómeno Speyr-Balthasar: el aparente desplazamiento de autoría y autoridad espiritual, donde Balthasar —el gran teólogo, el escritor brillante, el sistematizador— se coloca deliberadamente en el segundo plano, como mero “secretario de la mística”. Pero esta actitud, que puede parecer humildad, se revela al analizarla como una estrategia retórica compleja, quizá incluso ambivalente, en la que el misticismo de Adrienne von Speyr funciona como legitimación carismática de un proyecto teológico que, en última instancia, sigue siendo completamente balthasariano.

La “humildad” como estrategia de apropiación

Cuando Balthasar insiste —una y otra vez— en que la verdadera fuente de su pensamiento es Adrienne von Speyr, parece adoptar el rol clásico del amanuense, del secretario obediente que transmite la voz de una vidente escogida. Sin embargo, esta autorrepresentación es tan constante y cuidadosamente elaborada que resulta difícil no verla como parte de una puesta en escena teológica. En vez de invocar la razón, el método y la tradición como fuentes de su teología, Balthasar invoca una experiencia privada, presentada como revelación interior de alto nivel.

En otras palabras: reemplaza la autoridad eclesial por una autoridad visionaria, pero él mismo es quien la canoniza. Él edita, transcribe, publica, organiza. Él interpreta. Él cita sus palabras como fundamento teológico. Adrienne queda como fuente inspiradora, pero no autónoma. Toda su obra ha llegado al público únicamente a través de Balthasar, y nadie —ni antes ni después— ha verificado ni ha estudiado a fondo su contenido sin ese filtro.

Los textos de Speyr: prolijos, devocionales, poco influyentes

A pesar de los esfuerzos de Balthasar por presentarla como una de las grandes voces místicas de la Iglesia, la verdad es que los textos de Adrienne von Speyr no han despertado gran interés, ni entre teólogos, ni entre lectores espirituales. Su estilo es devocional, monótono, con largas cadenas de comentarios bíblicos muy poco sistemáticos. En general, carecen del vuelo lírico o de la penetración simbólica de los grandes místicos (como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz), y no han sido citados ni incluidos en antologías místicas relevantes. No hay rastro de Speyr en la predicación ordinaria, ni en la formación espiritual, ni siquiera entre los estudiosos de la teología espiritual.

Este silencio contrasta radicalmente con la centralidad que Balthasar le dio: para él, Adrienne fue la “cofundadora” de su misión teológica. Pero en la práctica, todo el peso doctrinal, estético, literario y especulativo ha recaído exclusivamente en él. La mística legitimaba su empresa, pero él fue el que dio forma, estilo y recepción a la doctrina.

¿Una “mística instrumental”?

La sospecha que se abre —y que muchos formulan sotto voce— es que Speyr funcionó como una especie de excusa carismática. Como si Balthasar, consciente de que su proyecto teológico rompía con ciertos moldes (en especial en lo escatológico y trinitario), necesitara una legitimación trascendente. No basta con decir “yo interpreto la Revelación”; es más eficaz decir “esta visión me ha sido transmitida a través de una mística de oración profunda, no una ideología, sino una experiencia”.

No sería el primer caso en la historia de la Iglesia: algunas corrientes heterodoxas han intentado pasar como carismas lo que en realidad eran constructos teológicos personales, revestidos de inspiración mística. La diferencia aquí es que Balthasar lo hizo con inteligencia, sutileza y sin romper con Roma. Pero el procedimiento —un teólogo de gran calibre que hace de vidente una figura de revelación subordinada a su obra— plantea serias preguntas sobre el origen real de las ideas, su forma de transmisión, y el criterio de verdad.

La obra de Balthasar se impone, la de Speyr se olvida

El hecho es simple: hoy nadie —ni siquiera sus defensores— cita a Adrienne von Speyr como fuente teológica en sí. Es Balthasar quien permanece, quien se estudia, quien se celebra. La obra de Speyr se considera un “contexto”, una “influencia”, nunca una fuente doctrinal autónoma. Lo que Balthasar presentó como humildad se revela así como una especie de absorción estratégica, donde la mística sirve como palanca, pero se diluye en la gran arquitectura teológica del verdadero autor.

El papel de Adrienne von Speyr no fue necesario en términos teológicos o estratégicos estrictos, sino que reforzó simbólicamente lo que ya estaba funcionando: un proyecto de teología estética, dramatizada, y compatible con el nuevo aire eclesial posconciliar —culto, ecuménico, literario, y menos centrado en definiciones cerradas.

Balthasar habría triunfado igualmente por su erudición, su sensibilidad cultural y su sintonía con el momento eclesial, pero optó por presentar a Speyr como fuente mística, quizás para añadir un halo de excepcionalidad trascendente a su propuesta.

 

San Ignacio habla

En la compleja relación entre Hans Urs von Balthasar y Adrienne von Speyr, uno de los episodios más singulares es la justificación de Balthasar para dejar la Compañía de Jesús. Según su propio relato, esta decisión no provino de un conflicto doctrinal o personal directo, sino de una "indicación" mística.

Adrienne von Speyr, en sus visiones y locuciones interiores, habría recibido mensajes directamente de San Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Este "Ignacio celestial" le habría comunicado a Balthasar, a través de Adrienne, que su misión ya no se realizaría dentro de la estructura de la Compañía. En lugar de la obediencia visible a la orden, se le indicaba un nuevo camino, más "joánico" (en referencia a San Juan Evangelista), que implicaba una espiritualidad más contemplativa y esponsal, fuera de los límites institucionales de los jesuitas.

Balthasar interpretó esto como una obediencia a una voluntad superior, una especie de "evolución" del carisma ignaciano mismo, que ahora, desde el cielo, le señalaba una dirección diferente. Esta "voz" de San Ignacio, mediada por la vidente, se convirtió en el fundamento para que Balthasar fundara una nueva comunidad (la Comunidad San Juan) y una editorial (Johannes Verlag) para difundir su obra y la de von Speyr. Lo llamativo es que esta "revelación privada" no pasó por un proceso de discernimiento eclesial público o colegiado, sino que fue asumida por Balthasar como una verdad indiscutible.

 

Una esposa y madre completamente absorbida

Ese aspecto biográfico, por lo general omitido o tratado de forma discreta, plantea preguntas serias sobre la relación entre Adrienne von Speyr, su vida familiar, su entorno social y la dinámica —intensamente absorbente— con Hans Urs von Balthasar. Lo cierto es que, pese a haber estado casada con un médico eminente, Emil Dürr, y a ser madre de dos hijos, Adrienne dedicó —en sus años de mayor producción “mística”— un tiempo y una disponibilidad física, emocional y espiritual casi absoluta a su director espiritual. Este hecho, que Balthasar presenta como parte de una vocación singular, invita a una lectura más crítica, especialmente desde la perspectiva humana, psicológica y eclesial.

Adrienne von Speyr se convierte al catolicismo en 1940, a los 38 años, en una decisión rápida e irreversible. Poco después, entra bajo la dirección espiritual de Balthasar, a quien conoció ese mismo año. A partir de entonces, su vida se reconfigura totalmente. Según los relatos de Balthasar, ella comienza a tener experiencias místicas diarias —locuciones, visiones, trances, “noches espirituales”— que le eran dictadas o narradas al propio Balthasar, quien las transcribía en largas sesiones.

Aquí aparece ya la primera pregunta incómoda: ¿cómo pudo una mujer casada, madre de familia, con responsabilidades domésticas y sociales evidentes, entregarse de tal manera —día tras día, durante años— a este proceso? No se trata de una vida religiosa consagrada, sino de una laica, con vínculos conyugales y maternales. ¿Dónde quedaba el esposo en todo esto? ¿Qué pensaban sus hijos? ¿Hasta qué punto su círculo cercano aceptó esta entrega absoluta como algo sano, legítimo o siquiera comprensible?

Balthasar apenas menciona estas tensiones. Todo aparece resuelto en el relato hagiográfico. El hecho de que no haya —al menos públicamente— voces disonantes en la familia podría responder a varias causas: respeto por la figura de Balthasar, convicciones religiosas personales, una estructura familiar acomodada que permitía márgenes de autonomía. Pero eso no elimina la inquietud fundamental: ¿no hubo nunca nadie que cuestionara este desplazamiento radical de prioridades, ni siquiera cuando ella ya estaba enferma e inválida?

¿Regresiones espirituales o técnicas de manipulación?

Otro punto oscuro es el uso —reconocido por Balthasar— de técnicas de regresión espiritual. No en sentido freudiano estricto, pero sí como un tipo de acompañamiento que buscaba “abrir” el inconsciente místico de Adrienne. En algunos textos, se menciona que von Speyr entraba en trances, o experimentaba visiones a pedido, guiada por las preguntas de Balthasar, como si él fuera un médium de la experiencia ajena.

Esta dinámica recuerda, inquietantemente, ciertas prácticas parapsicológicas o incluso espiritistas. Por supuesto, Balthasar nunca lo presentó así. Pero el hecho de que él condujera, grabara, interpretara, transcribiera y finalmente publicara estas experiencias bajo su exclusivo criterio plantea al menos una clara asimetría de poder espiritual y epistemológico. Adrienne no escribía por sí misma, era inducida a hablar en trance, y él decidía qué conservar, qué editar, qué darle forma doctrinal.

Aquí surge la duda: ¿hasta qué punto esas visiones eran libres, genuinas, no condicionadas por la expectativa, la teología o incluso la fascinación de Balthasar? ¿No existe el riesgo de una sugestión dirigida? Más aún: ¿cómo distinguir lo místico de lo proyectado cuando el místico depende completamente del guía, y el guía es un teólogo con una idea clara de lo que quiere encontrar?

Una vidente sin comunidad de discernimiento

La Iglesia, en su tradición, siempre ha sido prudente ante las revelaciones privadas. El discernimiento se hace en comunidad, bajo guía eclesial, con pruebas de vida, caridad, humildad. En el caso de von Speyr, sin embargo, no hay constancia de un proceso externo de validación de sus experiencias. Todo lo que sabemos proviene de Balthasar. Él fue juez, editor, intérprete y difusor.

Además, Adrienne no tenía acompañamiento femenino, ni comunidad mística que le diera contexto. No fue monja, no vivió en un convento, no formó parte de un grupo de oración. Su experiencia es privada, bilateral y filtrada. Por tanto, lo que se transmite como “vida mística” es más bien un diálogo entre dos personas muy distintas —una mujer vulnerable y un intelectual poderoso— bajo un formato de dirección asimétrica.

El silencio de los suyos: una señal preocupante

Finalmente, el hecho de que no haya habido reacción pública ni de su esposo ni de sus hijos ante esta transformación tan radical es, en sí mismo, desconcertante. Se podría esperar al menos alguna memoria personal, algún testimonio de incomodidad o defensa. Pero no hay nada. El vacío puede leerse como respeto… o como represión.

En todo caso, sugiere una familia totalmente eclipsada por la figura de Balthasar, a quien se le reconoció una autoridad que no es habitual para un confesor laico. Esta entrega completa —de tiempo, de confianza, de espiritualidad, y hasta de identidad— por parte de Adrienne plantea cuestiones antropológicas y pastorales que rara vez se han abordado.


La relación entre Adrienne von Speyr y Hans Urs von Balthasar fue, sin duda, excepcional. Pero esa excepcionalidad no debe impedir el análisis crítico. Una mujer casada, madre, enferma, convertida en instrumento exclusivo de revelación para un teólogo que se apropia de su palabra, que guía sus visiones, que edita sus escritos y que finalmente hace de ella el pilar invisible de su propia obra, requiere ser examinada no solo desde la espiritualidad, sino desde la ética pastoral, la psicología espiritual y la prudencia eclesial.

Lo que se presenta como un carisma compartido bien puede haber sido una estructura de dependencia espiritual, en la que Balthasar, aun sin mala intención, fue el verdadero protagonista. Adrienne, por su parte, nunca dejó del todo sus reflejos calvinistas —ni su conciencia atormentada ante la condenación—, y quizá buscó en esa relación una vía de redención interior que terminó por convertirse, paradójicamente, en sistema teológico ajeno a su propia voz.

Y si nadie lo cuestionó —ni en su casa, ni en la Iglesia— quizá fue por el mismo motivo por el cual sigue sin cuestionarse: el prestigio desbordante de Balthasar, su cultura, su fama de ortodoxia estética, que cubre, como una forma gloriosa, la ambigüedad de su origen.

 

Los métodos de Von Baltasar

La relación entre Hans Urs von Balthasar y Adrienne von Speyr, particularmente en lo que respecta a los métodos que él empleó para facilitar, registrar y sistematizar sus visiones místicas, plantea la cuestión de qué técnicas concretas usó para provocar o favorecer el estado de “recepción espiritual” en ella. Aunque no hay evidencia de que se aplicaran prácticas explícitamente esotéricas o parapsicológicas en sentido técnico, algunos elementos del proceso pueden ser descritos como cercanos a ciertos procedimientos de hipnosis leve, regresión guiada, o inducción contemplativa intensiva. A continuación, se exponen los componentes conocidos y lo que podrían sugerir.

Ambiente de reclusión y dependencia espiritual

Von Speyr no fue conducida por Balthasar como una teóloga más, sino como una mística bajo su dirección estricta, diaria y constante. Esto recuerda, en parte, los métodos de dirección espiritual intensa de ciertas órdenes contemplativas, como en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, donde el director ordena temas, tiempos, modos de oración. Pero en el caso de Speyr, no se trataba de oración, sino de recepción mística bajo pregunta, en estado de apertura mental casi pasiva.

Balthasar le proponía un pasaje bíblico o tema teológico, y von Speyr respondía espontáneamente con visiones, imágenes, locuciones. Estas eran dictadas verbalmente, mientras él anotaba o transcribía.

Este modelo crea un contexto psicológico similar al de una sesión de canalización o trance dirigido, si bien con envoltura religiosa. Hay pasajes en los diarios de Balthasar donde él mismo afirma que las visiones de Adrienne podían ser interrumpidas, redirigidas o intensificadas con ciertas preguntas, como si fuera él quien modulaba la frecuencia del fenómeno.

Fijación contemplativa forzada

Se ha documentado que algunas de las “experiencias” de von Speyr comenzaban con fijaciones prolongadas en pasajes bíblicos o escenas evangélicas, a menudo repetidas y meditadas hasta que surgía una imagen vívida. Este tipo de fijación contemplativa, si se prolonga y se acompaña de un estado físico debilitado (como era el caso de Adrienne, con enfermedades crónicas, insomnio y ayunos), puede inducir un estado alterado de conciencia leve, o incluso disociativo.

En la tradición mística católica esto no es necesariamente patológico. Pero cuando el contenido depende de la dirección externa de otra persona, se acerca peligrosamente al modelo sugestivo: lo que aparece no solo brota del alma, sino que responde a las expectativas del acompañante, como ocurre en ciertos métodos de hipnosis dirigida o escritura automática.

Trance verbal inducido (por repetición o espera)

En muchas sesiones, Balthasar simplemente escuchaba. Pero en otras, hacía preguntas específicas, y von Speyr respondía sin reflexión aparente, “viendo” cosas, oyendo palabras “interiores”. El patrón recuerda la técnica de “indagación abierta” usada en entornos parapsicológicos o espiritistas: se plantea una escena o una figura, y el sujeto entra en un estado de atención concentrada, esperando que “algo” ocurra.

Estas no son preguntas doctrinales, sino activadores de experiencia interior, en las que la persona receptora debe visualizar o sentir una respuesta, incluso sin saber de dónde proviene. Esto no es del todo diferente a las técnicas de visualización guiada contemporáneas, salvo por el contenido religioso.

Ausencia de discernimiento externo

Lo más llamativo es que todo el proceso se desarrollaba entre dos personas: la vidente y el teólogo. No había presencia de otras voces críticas, espirituales o académicas. En ausencia de discernimiento externo, esto genera una dinámica cerrada de validación mutua, donde Balthasar se convierte en garante absoluto de la autenticidad, sin contraste ni revisión.

Este modelo cerrado recuerda ciertos fenómenos de dependencia carismática, donde el “médium” necesita al intérprete, y el intérprete se convierte en coautor de la experiencia. Balthasar no era pasivo. Él formateaba, titulaba, ordenaba las visiones. Las trasladaba a su esquema teológico.

Todo esto no implica mala intención por parte de Balthasar, ni falsedad en lo experimentado por Speyr. Pero sí plantea una zona ambigua en el método: el punto en que la contemplación dirigida se convierte en receptáculo condicionado, donde el contenido místico ya no puede distinguirse del marco que lo sugiere.

Hans Urs von Balthasar aplicó con Adrienne von Speyr una forma de dirección espiritual que mezclaba elementos ignacianos, estructura escolástica y técnicas de inducción experiencial que rozan lo parapsicológico. No hay pruebas de manipulación consciente ni de fraude. Pero el modo en que él guiaba, recogía e interpretaba las visiones de Adrienne implica una relación de poder y de coautoría que compromete, al menos parcialmente, la autenticidad objetiva del mensaje.

En ausencia de una comunidad de discernimiento y con un marco de validación unilateral, lo que se presenta como experiencia mística puede haber sido —sin negar elementos sobrenaturales posibles— también un fenómeno psicoespiritual dirigido. Y esto obliga a leer con prudencia todo el cuerpo místico-teológico que Balthasar vinculó a la figura de von Speyr como “fuente revelada”.

 

Reconfiguración carismática: el giro ignaciano-joánico y la estrategia espiritual de Hans Urs von Balthasar

La relación entre Hans Urs von Balthasar y Adrienne von Speyr no solo marcó una colaboración teológica y espiritual inusual; fue el origen de una reconfiguración profunda de misión, obediencia eclesial e incluso del modo en que se concebía la recepción de lo místico dentro de la estructura doctrinal católica. Uno de los episodios más singulares —y más problemáticos— de esta historia es la decisión de Balthasar de abandonar la Compañía de Jesús, no por razones de conciencia intelectual ni por conflictos doctrinales, sino, según él mismo explicó, por una indicación venida de San Ignacio… a través de Adrienne von Speyr.

Lo que en principio podría parecer un gesto de fidelidad mística o de obediencia a una inspiración superior, se revela bajo análisis como un acto cargado de ambigüedad: un teólogo jesuita, formado en la más estricta tradición ignaciana, decide romper con su orden fundacional a raíz de una locución interior transmitida por una vidente suiza, convertida del calvinismo y bajo su propia dirección espiritual. Adrienne, en sus visiones, habría escuchado la voz de San Ignacio, quien —desde el cielo— le habría comunicado a Balthasar que su misión ya no se realizaba dentro de la Compañía, sino en un camino nuevo, más “joánico”, más contemplativo. No se trataba simplemente de un llamado espiritual genérico, sino de una reinterpretación de la misión ignaciana desde una óptica esponsal, afectiva, y simbólicamente conectada con la figura de san Juan al pie de la cruz.

El problema, sin embargo, no es solo de contenido, sino de forma. Esta “nueva dirección espiritual” no fue discernida públicamente ni evaluada por la autoridad eclesiástica correspondiente. Balthasar no planteó dudas ni sometió esta locución a una instancia superior. La asumió como legítima y se dispuso a seguirla. En la práctica, eso significó fundar una comunidad laical y sacerdotal, la Comunidad San Juan, concebida como expresión de este “carisma joánico” emergente, y también una editorial —Johannes Verlag— para publicar las obras completas tanto de él como de von Speyr. Lo que se construye aquí no es solo una alternativa espiritual, sino una nueva forma institucional de autoridad, en la que la fuente mística sustituye al carisma fundacional anterior, y donde el discernimiento ya no es colegiado, sino íntimo y cerrado.

Más aún, Balthasar llegó a justificar su salida afirmando que San Ignacio, en el cielo, había “evolucionado”, pasando de una espiritualidad más agustiniana a una más joánica. Esta idea, profundamente simbólica, contiene sin embargo una propuesta doctrinal inquietante: los carismas fundacionales ya no serían definitivos, sino susceptibles de reforma celestial a través de videntes. La tradición ignaciana, que había funcionado por siglos como modelo de vida apostólica, sería ahora corregida o trascendida por un “Ignacio celeste” más adaptado a los tiempos modernos. Esta visión, lejos de ser simplemente poética, conlleva la sustitución de la regla objetiva por una forma subjetiva de revelación, transmitida por mediación privada, sin verificación externa.

Desde una perspectiva eclesial, esto resulta sumamente problemático. La Iglesia ha insistido siempre en que las revelaciones privadas, por más intensas que sean, deben ser discernidas y no pueden sustituir al depósito de la fe ni alterar las estructuras fundadas por la gracia y el tiempo. Sin embargo, en este caso, la voz mística se impone como determinante. No solo orienta decisiones personales, sino que justifica un proyecto completo: la fundación de una comunidad, una editorial, una teología, una espiritualidad alternativa. El hecho de que Balthasar —uno de los más brillantes teólogos del siglo XX— someta su camino vital a esa experiencia, sin matices ni revisión crítica, sugiere más que humildad: configura un sistema autorreferencial blindado por el prestigio y la autoridad carismática.

La editorial Johannes Verlag es parte clave de este proceso. No se trata solo de un instrumento para publicar obras: se convierte en el vehículo del nuevo canon, donde los textos de von Speyr y de Balthasar aparecen entrelazados, con el sello implícito de autenticidad espiritual. Esta operación, sumada a la fundación de la Comunidad San Juan, cierra el círculo: el mensaje místico se convierte en doctrina difundida; la revelación interior, en arquitectura espiritual exterior; la locución visionaria, en nuevo itinerario eclesial.

Y sin embargo, es llamativo cómo la figura de Adrienne von Speyr —elevada por Balthasar como “la verdadera fuente”— ha sido olvidada o ignorada en gran medida. Sus textos no se leen, no se citan, no circulan fuera de círculos muy reducidos. Lo que permanece es la obra de Balthasar. Su prestigio intelectual, su erudición incomparable, su sintonía con los tiempos del posconcilio y del ecumenismo refinado, han hecho que su teología se integre al canon contemporáneo sin mayores reparos. Adrienne fue el origen místico, pero es Balthasar quien organizó, filtró, publicó y sistematizó. La “humildad” del teólogo que se somete a la mística parece, bajo otra luz, una estrategia sutil de apropiación de lo carismático para legitimar lo especulativo.

En definitiva, el abandono de la Compañía de Jesús, la fundación de una nueva comunidad, la aparición de una editorial centrada en dos autores interdependientes, y la afirmación de un desarrollo espiritual de San Ignacio desde el cielo, constituyen un conjunto de decisiones que exceden con mucho la esfera privada. Configuran una reforma paralela, silenciosa, pero de largo alcance, donde se difumina la frontera entre experiencia privada y teología pública, y donde la autoridad carismática no es corregida por la Iglesia, sino en cierto modo protegida por el prestigio intelectual de quien la promovió. Y es en esa tensión —entre fidelidad y autoafirmación, entre tradición y nuevo canon, entre obediencia y dirección unilateral— donde se revela el núcleo inquietante de este episodio.

 

La belleza como seducción teológica: luces y sombras de la estética en Hans Urs von Balthasar

La estética ocupa un lugar central —y singular— en la vasta obra de Hans Urs von Balthasar. No se trata de un ornamento periférico, ni de una categoría cultural trasladada ingenuamente a la teología. Es, para él, el punto de partida y el fundamento de su visión del cristianismo: una fe que no solo es verdadera y buena, sino ante todo bella, en cuanto revela su forma (gestalt) de manera gloriosa. Esta forma, que tiene en Cristo su plenitud, es lo que Balthasar llama Herrlichkeit, la “gloria”, lo espléndido, lo que brilla con sentido.

Sin embargo, esta estética teológica, aunque deslumbrante, plantea también riesgos reales. Su procedencia, su alcance y sus posibles ambigüedades requieren un análisis crítico, especialmente si se considera que parte de su encanto consiste justamente en su poder de seducción formal. A primera vista todo encaja, todo deslumbra. Pero no siempre todo edifica ni todo salvaguarda el núcleo duro de la fe.

I. De la filosofía alemana al Verbo encarnado

Balthasar no inventa la categoría de estética teológica. La recoge y la reinterpreta a partir de la gran tradición filosófica alemana, sobre todo de Kant, Hegel y Goethe. De Kant toma la idea de una belleza que produce un placer desinteresado, algo que no se agota en lo útil sino que abre a lo universal. De Hegel recoge la noción de belleza como manifestación sensible del Espíritu, como momento de la autoconciencia absoluta. De Goethe bebe una sensibilidad poética y simbólica que une naturaleza, forma y alma en un mismo proceso de revelación.

Esta raíz es importante, porque aunque Balthasar pretende cristianizarla —y en muchos aspectos lo logra—, el origen moderno de esta estética no es neutral. En Kant y Hegel, lo bello no remite a una trascendencia personal, sino a la razón, al espíritu, al despliegue interno del sujeto. La forma bella no es don, sino necesidad. Su fuerza reside en su lógica interna. Dios, si aparece, es resultado; no origen.

Balthasar se distancia de esa visión. Para él, Cristo es la forma que revela el amor trinitario. No es producto del espíritu, sino su redención. Pero la deuda con la sensibilidad idealista permanece: la estética balthasariana tiende a organizarlo todo, a integrar todo en una gran narrativa simbólica donde la belleza de la forma envuelve incluso el horror, la condenación y el pecado. Y ahí comienzan las tensiones.

La forma bella que absorbe la verdad

Uno de los aportes más poderosos —y también más ambiguos— de Balthasar es su convicción de que la belleza no es adorno, sino acceso privilegiado a la verdad. La Revelación no se transmite solo en conceptos ni en preceptos, sino sobre todo en formas: en el gesto, en la figura, en el drama. Y la forma de Cristo es la forma suprema, porque en ella se revela el amor de Dios hasta el extremo.

Este énfasis es fecundo, porque rescata una dimensión muchas veces olvidada del cristianismo: su potencia estética, su capacidad de conmover, de atraer, de generar contemplación. Pero también puede ser un desvío. Si todo lo que aparece con forma “bella” se percibe como “verdadero”, entonces la estética puede reemplazar a la doctrina, y la sensibilidad a la fe. El esplendor de una teología puede ocultar su desviación; la coherencia formal puede enmascarar una ruptura con la verdad revelada.

El horror puede hacerse belleza: la estetización del mal

Una de las ideas más provocadoras —y más problemáticas— de Balthasar es que incluso el horror del Gólgota, el abandono de Cristo, la muerte, y el descenso al infierno, pueden y deben ser comprendidos como belleza. No por su apariencia sensible, sino porque en ellos se da —en forma extrema— la revelación del amor obediente del Hijo.

Aquí, la estética alcanza un límite peligroso. Porque si todo drama, todo dolor, toda negación puede ser redimida como forma, entonces corremos el riesgo de estetizar el mal, de contemplarlo con distancia, como si su sentido estuviera ya dado. Se pasa del “mysterium tremendum” al “drama conmovedor”. El juicio de Dios queda envuelto en una escenografía de amor que, aunque real, puede vaciar la seriedad del pecado, la libertad del rechazo, y la posibilidad efectiva de condenación.

Este es uno de los puntos más debatidos de su escatología: si el infierno existe como forma posible, pero su realización concreta no puede afirmarse, ¿no se disuelve entonces el drama en un final feliz estéticamente necesario? ¿No hay un determinismo inverso —una predestinación a la salvación universal— que borra la libertad del hombre por exceso de forma redentora?

El sistema perfecto que anestesia el juicio

La estética de Balthasar tiene otra tentación: su excesiva perfección formal. Todo está conectado: la Revelación como forma, la cruz como drama, el infierno como descenso solidario, la Iglesia como icono. Este sistema deslumbra por su cohesión, por su riqueza cultural, por su belleza conceptual. Pero en ese mismo esplendor reside el riesgo: la inteligencia queda seducida, y la vigilancia doctrinal, anestesiada.

Es difícil criticar algo tan bien articulado. Se corre el riesgo de parecer estéticamente tosco, espiritualmente rudo, intelectualmente menor. Pero la fe no se mide por armonía literaria, sino por fidelidad al contenido revelado. Y ese contenido incluye no solo la gloria, sino también el juicio; no solo la forma, sino también la ruptura; no solo la belleza, sino también la verdad que hiere.

Hans Urs von Balthasar propuso una de las teologías más ambiciosas, bellas y complejas del siglo XX. Su estética teológica devolvió al cristianismo una dimensión contemplativa que se había perdido. Pero su éxito y su esplendor no pueden ocultar las zonas de sombra: la procedencia moderna de sus conceptos, el posible desplazamiento de la doctrina por la forma, la estetización del drama de la redención, y la dilución del juicio escatológico en una gloria que todo lo abarca.

Su obra invita a la admiración, pero también exige el discernimiento. Porque incluso lo más bello —cuando se absolutiza— puede volverse opaco al misterio. Y cuando la forma se impone al contenido, la verdad puede quedar eclipsada bajo el peso mismo de su representación. La gloria de la forma, si no se somete a la verdad revelada, puede convertirse en una estética sin dogma. Y eso, aunque suene celestial, no es cristianismo, sino arte sacro sin sacramento.

La ausencia de contradicción

A diferencia de otros fenómenos místicos —muchas veces sujetos a procesos rigurosos de discernimiento, crítica, sospecha e incluso condena— el de von Speyr ha transitado casi sin fricción, sin revisión formal, sin conflicto visible. Lo que podría parecer una señal de benignidad y ortodoxia ha de ser examinado más a fondo, pues en el ámbito de lo espiritual, la ausencia total de tensión puede ser tan elocuente como el conflicto. En este ensayo analizaremos esa anomalía, contrastándola con la tradición eclesial, y proponiendo que el silencio institucional frente a Speyr podría no ser prueba de veracidad, sino un indicio de instrumentalización y falta de autenticidad profética.

Tradición y cautela: el patrón histórico ante las revelaciones privadas

La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha tratado con extrema prudencia las afirmaciones de origen sobrenatural que no forman parte del depósito revelado. Las denominadas “revelaciones privadas” han sido objeto de evaluaciones canónicas, investigaciones teológicas, análisis psicológicos y discernimientos comunitarios. El objetivo ha sido doble: proteger a los fieles del error o del fanatismo, y garantizar que lo verdaderamente sobrenatural no sea confundido con lo patológico, lo ilusorio o lo manipulador.

Incluso fenómenos hoy aceptados o devocionalmente promovidos —como Fátima, Lourdes o Santa Faustina— pasaron por procesos arduos, recibieron críticas, y fueron en algún momento rechazados o silenciados. Otros, como las revelaciones de Valtorta, Medjugorje o Vassula Ryden, han sido objeto de advertencias explícitas o siguen pendientes de discernimiento. En todos los casos, el denominador común es el conflicto, la duda, la necesidad de verificación.

Este proceder responde a un principio sano: la verdad no se afirma por su sola belleza o impacto, sino por su conformidad con la fe y la vida cristiana, y por su resistencia a la prueba.

El caso Speyr: la anomalía del silencio absoluto

Frente a ese patrón de sospecha y vigilancia, el caso de Adrienne von Speyr destaca por su silencio absoluto en el ámbito eclesial oficial. No hay documentación pública de evaluación doctrinal, ni aprobación, ni corrección. Tampoco hay condena. Todo lo que se sabe sobre sus experiencias místicas proviene exclusivamente de su director espiritual, Hans Urs von Balthasar, quien fue además el encargado de registrarlas, editarlas, interpretarlas y publicarlas.

La Iglesia no ha promovido su causa de beatificación, ni ha recomendado sus escritos, ni los ha advertido. Simplemente ha ignorado el fenómeno, como si no fuera relevante discernirlo. Esta actitud es desconcertante, sobre todo si se considera que von Speyr escribió —o más bien dictó— más de sesenta volúmenes, que incluyen visiones del infierno, del misterio trinitario, del Sábado Santo, del Juicio Final, y numerosas locuciones atribuidas a Cristo, la Virgen y los santos. Todo ello sin pasar por los filtros habituales de verificación eclesial, y sin ofrecer ninguna documentación independiente de su autenticidad.

¿Una aceptación silenciosa… o una tolerancia funcional?

La pregunta central es: ¿por qué se ha permitido que el caso Speyr transite sin fricción, sin discernimiento formal, sin escrutinio teológico?

La respuesta más probable no es la ignorancia, sino la tolerancia estratégica. Adrienne von Speyr no actuó por cuenta propia. Fue presentada y legitimada por uno de los teólogos más influyentes del siglo XX, con apoyo de papas, cardenales, académicos y una editorial diseñada para ese fin. Su experiencia mística fue absorbida como parte del proyecto teológico de Balthasar, y no como fenómeno autónomo. No generó movimiento popular, no propuso reformas, no cuestionó estructuras. No fue profética. Fue útil.

Esta utilidad es doble: por un lado, ofrecía a Balthasar un “sello carismático” que reforzaba su imagen de teólogo místico. Por otro, no desafiaba directamente ninguna doctrina, pero sí relativizaba zonas sensibles —como la escatología, la condenación eterna, el juicio divino— envolviéndolas en una forma bella, suave, simbólica. En ese sentido, la mística de Speyr fue funcional a una teología que buscaba ampliar los márgenes del pensamiento católico sin romperlos de forma explícita.

¿La ausencia de conflicto como signo negativo?

Aquí se introduce un criterio fundamental del discernimiento espiritual: el conflicto como señal del bien. La verdad no transita el mundo sin oposición. Cristo mismo dijo: “No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10,34). Y la historia de la Iglesia muestra que toda manifestación profunda del Espíritu ha generado lucha, división, prueba, juicio.

Cuando un fenómeno místico no provoca ninguna reacción, ni positiva ni negativa, cuando no conmueve ni escandaliza, cuando simplemente se acepta o se ignora, es lícito preguntarse si de verdad viene de Dios. Porque si lo carismático se vuelve decorativo, si no interpela ni hiere ni exige discernimiento, puede que no sea Espíritu… sino construcción.

La ausencia de conflicto en el caso Speyr, por tanto, no prueba su legitimidad. Podría ser, por el contrario, un signo de su vaciamiento espiritual o de su origen humano más que divino. La Iglesia no ha dicho nada, no porque no haya nada que decir, sino porque lo ha dejado en manos de Balthasar. Y Balthasar no era neutral: era parte implicada.

Entre el silencio y la sospecha

La historia de Adrienne von Speyr no es simplemente la de una mística ignorada, ni la de una teología novedosa. Es la de una anomalía eclesial, donde el discernimiento fue sustituido por la confianza ciega, y donde el prestigio de un teólogo bastó para evitar todo escrutinio. Frente a la norma histórica de prudencia, sospecha y verificación, aquí se impuso el silencio, el respeto reverencial, y una aceptación implícita basada más en autoridad cultural que en verdad espiritual.

Y eso mismo, en la lógica del discernimiento cristiano, no debería tranquilizar, sino inquietar. Porque lo divino, cuando irrumpe, incomoda, hiere, purifica, desestabiliza. El hecho de que nada de eso ocurriera con las visiones de von Speyr puede ser el indicio más elocuente de que, a pesar de su forma, de su volumen, de su refinamiento… no eran realmente de origen sobrenatural.

La falta de conflicto puede ser, en este caso, un mal signo.

 

El heterodoxo que encantó la ortodoxia

En el siglo XX, pocos teólogos católicos han tenido una influencia tan decisiva —y al mismo tiempo tan inmune a la crítica— como Hans Urs von Balthasar. Figura brillante, compleja, de una erudición sin parangón, su obra transcurre en la frontera entre la renovación profunda y la ambigüedad estratégica. No fue condenado por la Iglesia, ni censurado, ni siquiera criticado públicamente por sus contemporáneos de mayor rango eclesial. Muy por el contrario: fue alabado por papas, nombrado cardenal in pectore por Juan Pablo II (aunque murió antes de recibir la birreta), y figura como uno de los pilares teológicos de la revista Communio, el proyecto de renovación teológica “ortodoxa” más importante del posconcilio.

Y sin embargo, a través de su lenguaje místico, su dramatización estética de la fe y su inserción cuidadosa de tesis escatológicas inusuales, Balthasar fue probablemente el teólogo que más desplazó el centro doctrinal de la Iglesia desde dentro, con tal sutileza que pasó inadvertido para muchos. En un mundo eclesial polarizado entre rupturistas explícitos y restauradores escolásticos, él fue el heterodoxo que encantó a la ortodoxia.

Communio: una fachada de renovación segura

La revista Communio nació en 1972 como alternativa a Concilium, el órgano teológico de los sectores progresistas más militantes del posconcilio. Fundada por figuras como Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar, Jean Daniélou, entre otros, Communio aspiraba a realizar el auténtico espíritu del Concilio Vaticano II sin caer en la deriva secularizante que se percibía en amplios sectores de la teología posconciliar.

Desde el inicio, su orientación fue de fidelidad al magisterio, recuperación de los Padres de la Iglesia, crítica al neoescolasticismo, pero también oposición a la desfiguración doctrinal y litúrgica que se había acelerado en la década de 1970.

En este marco, Balthasar ocupó un lugar clave: aportaba la síntesis entre cultura, mística, Escritura y filosofía contemporánea, sin transgredir (abiertamente) ninguna enseñanza. Era el hombre que podía dialogar con Nietzsche, Hölderlin, Barth o Bernanos, y al mismo tiempo hablar con devoción del dogma, la Trinidad, el infierno y la Virgen María. Era, para muchos, la voz del equilibrio perfecto.

Más moderno que los modernistas

Comparado con otros teólogos sospechosos de modernismo —como Rahner, Schillebeeckx, o Küng—, Balthasar fue mucho más cuidadoso, pero no necesariamente más ortodoxo. Rahner, por ejemplo, fue criticado por proponer categorías transcendentalistas, un concepto difuso de revelación, y la noción de “cristianos anónimos”. Balthasar, en cambio, no relativizó dogmas, pero sí alteró profundamente el modo en que se los percibe y se los vive.

No decía que no hay infierno. Solo decía que podemos esperar que esté vacío. No negaba el juicio divino. Solo afirmaba que el amor de Cristo llega incluso al lugar del odio absoluto. No criticaba el dogma trinitario. Solo lo mostraba como un drama interno en el que Dios entra en tensión consigo mismo.

Esto no es modernismo clásico. Es algo más sofisticado: una evolución del modernismo bajo forma de ortodoxia estética. Ya no se niega, se transforma. Ya no se destruye, se sublima. El dogma queda intacto… pero “trascendido” en belleza.

La paradoja del triunfo

Al final de su vida, Balthasar fue elevado como uno de los mayores teólogos del siglo XX. Ratzinger lo veneraba. Juan Pablo II lo reconoció públicamente. Su editorial, sus discípulos, su presencia en Communio, todo fue creciendo en prestigio. Sin embargo, el posconcilio no le gustó. Como De Lubac, percibió que la Iglesia no supo integrar lo bello con lo verdadero, y que el aggiornamento había desembocado en trivialidad.

Pero su decepción no borra el hecho de que él mismo ayudó a sembrar las condiciones para esa apertura. Al promover una teología que no era ni definitoria ni vinculante, sino sugerente, poética y abierta, contribuyó al cambio de clima teológico que muchos otros aprovecharon para sus propias agendas.

Conclusión: un teólogo encantador, pero desestabilizador

Hans Urs von Balthasar no fue un hereje, no lo necesitaba. Fue algo más eficaz y duradero: el constructor de una teología que cambia sin parecer que cambia, que invita sin obligar, que sugiere sin comprometer. Fue el heterodoxo que convenció a la ortodoxia, porque hablaba su idioma, pero con otra música.

En él se cumple una forma postmoderna de revolución: no la ruptura abierta, sino el encantamiento estético. Por eso su teología, hoy aún influyente, sigue siendo leída con devoción por unos y mirada con un recelo silencioso por otros. Porque puede que el mayor giro del siglo XX no haya venido de los que desafiaron el dogma, sino de quienes lo reconfiguraron desde dentro, con arte, con formas antiguas, con palabras nuevas.

 

Hans Urs von Balthasar: el hombre fuera de las reglas

Hans Urs von Balthasar fue, quizá más que un teólogo, una figura de frontera: no por marginal, sino porque vivía entre umbrales. Nunca fue simplemente un pensador sistemático ni un místico silencioso, sino algo más esquivo: el hombre a la sombra de todo, siempre cerca del centro sin pertenecer del todo a él.

A la sombra de los jesuitas, a los que debe su formación intelectual más rigurosa, su amor por los Padres de la Iglesia, y su instinto ignaciano de misión. Pero los dejó —o fue “invitado” a dejarlos— tras una supuesta revelación transmitida por Adrienne von Speyr, su dirigida espiritual. Obedeció, según sus propias palabras, no a la orden visible, sino a una obediencia invisible, mediada por lo sobrenatural. Salió de la Compañía para fundar algo nuevo, y con ello marcó un quiebre simbólico: ya no era un teólogo de escuela, sino un teólogo de destino.

A la sombra de la mística femenina, cuya figura principal —Adrienne von Speyr— fue para él fuente de inspiración, legitimación y canal de visión espiritual. Pero él la dirigía. Él la transcribía. Él seleccionaba. Él editaba. En ese juego de superioridad asimétrica, la mística funcionó como motor de aura, no como instancia de crítica. Era carisma sin contraste. Revelación sin discernimiento. A través de ella, Balthasar dotó a su teología de una gravedad que desbordaba la mera especulación académica. Pero sin garantía eclesial alguna.

A la sombra del Concilio Vaticano II, que ayudó a preparar desde el grupo de la Nouvelle Théologie, cuyos miembros fueron primero marginados y luego rehabilitados. Apoyó el Concilio, pero rechazó con amargura su aplicación. Vio con alarma la banalización litúrgica, la evaporación doctrinal, el sentimentalismo pastoral. Y sin embargo, mucho de ese nuevo clima era resultado de las categorías que él mismo —y su generación— habían introducido: un lenguaje más simbólico, más dinámico, menos metafísico, menos estable.

A la sombra de la ortodoxia, por la que tenía un respeto profundo, pero que trataba como algo estéticamente superable. Nunca afirmó una herejía, pero reconfiguró los contornos del dogma desde el arte, el drama, la forma. Decía que la verdad debe ser contemplada como belleza. Pero esa belleza, en su obra, no siempre conserva la nitidez de la doctrina, sino que la disuelve en resonancias, escenas y tensiones sin resolver. No fue herético: fue ambiguo con maestría.

Y quizá más que todo eso, a la sombra del método, porque si hay algo que define a Balthasar es que fue un teólogo sin método. Rechazó la escolástica, desconfiaba de los sistemas, desdeñaba las categorías claras. Su obra es inmensa, pero no clasificable. Su trilogía (Estética–Dramática–Lógica) parece sistemática, pero se mueve por intuiciones, evocaciones, asociaciones libres. No construye, representa. No deduce, dramatiza. No argumenta, escenifica. En un tiempo que se había hartado de precisión teológica, Balthasar ofrecía sinfonías y metáforas.

Por eso, también, a la sombra de las críticas: nunca demasiado directas, siempre tímidas. Fue admirado por papas, premiado por universidades, venerado por discípulos. Su figura creció sin ser nunca desmenuzada del todo. El teólogo sin método, sin condena, sin refutación. Y con ello, quizás, el más influyente entre los que nunca formularon nada con forma de definición.

Hans Urs von Balthasar no fue un transgresor doctrinal, sino un transformador del marco en que la doctrina se entiende. No rompió nada, pero movió todo de sitio. El hombre dentro y fuera: de la Compañía de Jesús, de la mística, del Concilio, de la ortodoxia y del método… y por eso mismo, en el centro del enigma teológico del siglo XX.

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